Fangá

La salud mental se ha vuelto un privilegio de clase, para sorpresa de nadie.

Los derechos son para quien pueda pagarlos; al resto nos imponen un silencio químico a base de benzodiacepinas mientras esperamos meses por un trato que sea, con suerte, mínimamente humano.

Hablar de salud mental sin hablar de injusticia estructural es un insulto.
Ser pobre, precaria, migrante, racializada o queer no son factores de riesgo: son condiciones estructurales que deterioran la salud mental y limitan el acceso a un tratamiento digno —ya no digo adecuado—.

La salud mental no es un problema individual, es el resultado de un sistema putrefacto que nos trata como imbéciles mientras se jacta vendiéndose al mejor postor. Poderoso caballero es don Dinero.

El suicidio no es una decisión libre.
Es el punto final de una cadena de abandono institucional y falta de sentido vital. Que las cifras hayan descendido tímidamente no significa que haya menos desesperación, sino que seguimos sin comprender su enorme complejidad. 

España tiene un plan de salud mental sobre el papel con 100 millones de euros, pero en la práctica, no se evalúa su impacto real y las comunidades lo aplican según sus intereses partidistas. Tener un plan no es lo mismo que tener una política pública transformadora. 

La sociedad está agotada: precariedad laboral, violencias machistas, racistas y LGTBIfóbicas, falta de vivienda y una presión productivista que nos exprime el aliento.

Los problemas de salud mental son el síntoma de un malestar social que se está patologizando en lugar de abordarse desde la raíz.
Porque si se abordara, ardería Troya.

El sistema que nos rompe, nos calla y nos culpa porque no podemos soportar ni un segundo más su miserable poder pisándonos el cuello. 

Yo, mientras tanto, seguiré creando para evadir la locura.

Fotografía y texto ⋮ Mimi Reina ⋮